El domingo pasado, mientras participaba en una llamada grupal de amigos, en la cual comentábamos los resultados de las elecciones presidenciales, y a la par miraba las redes sociales en busca de novedades electorales, vi en X un texto firmado por Álvaro, Gonzalo y Morgana Vargas Llosa. “¡Se murió Vargas Llosa!”, les dije a mis amigos, casi a gritos.
Mi voz fue como un chorro de agua helada que apagó la encendida conversación que manteníamos. “¡No puede ser!”, contestaron, incrédulos. Les compartí el texto de los hijos del escritor, en el que anunciaban el fallecimiento de su célebre padre, acaecido en Lima. “Se fue el último nobel latinoamericano”, dijo uno de mis contertulios. “Nos legó una gran obra”, dijo otra dialogante. “No hay que olvidar su faceta política”, agregó el primero. Los resultados electorales pasaron a segundo plano. Cada uno habló de sus libros preferidos del escritor.
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Cuando la llamada terminó, seguí pensando en Vargas Llosa y en su infinito legado. Autor de más de una cincuentena de libros, fue novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista y columnista de opinión. Académico de la lengua, excandidato presidencial y neoliberal a ultranza, Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura 2010, era un hombre multifacético y todas las facetas estaban concatenadas. La suma de ellas configuraban al personaje que fue.
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Admirado por su obra literaria y criticado, a veces, por sus opiniones, no era raro escuchar frases como la que en alguna ocasión pronunció el poeta Mario Benedetti: “A Vargas Llosa hay que leerlo, pero no escucharlo”. Pese a opiniones como esta, su voz era respetada y celebrada por grandes sectores. Hablaba de democracia, de libertad y se erigía, de forma categórica, contra los autoritarismos de cualquier matiz. En su juventud se reconoció marxista e incluso mostró adhesión a la Revolución cubana, de la que luego tomó distancia y se convirtió en su severo crítico.
Fue protagonista del boom latinoamericano, ese fenómeno que en la década de los 60 puso a la literatura latinoamericana en el mapa mundial, una hazaña en la que brilló junto con Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, entre otros autores. Aunque a la luz del siglo XXI se manifieste que se trató de un fenómeno patriarcal y que se dejaron de lado muchos nombres, en especial de mujeres, quienes desarrollaban una destacada obra pero sin reflectores (Elena Garro, Cristina Peri Rossi, entre otras), lo cierto es que en la cultura de ese entonces el boom significó un feliz momento de quiebre. La joven revolución cubana despertaba entusiasmos, la onda hippie se imponía y pedía amor y paz en medio de la guerra; la música de los Beatles seducía. En tanto, un puñado de jóvenes nacidos en el tercer mundo marcaba un hito literario. Experimentaba con las formas, imponía su estilo.
El boom fue la conjunción de varios escritores de origen latinoamericano, amigos entre sí, que publicaron casi en la misma época obras de gran calidad que llamaron la atención de los medios, de la crítica y de los lectores. Así, por ejemplo, en 1963, Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros, novela que lo consagró como escritor y que le abrió las puertas del camino hacia la inmortalidad. En 1967, Gabriel García Márquez publicó Cien años de soledad y su mejor amigo, Mario Vargas Llosa, eligió esta novela como tema de su tesis de doctorado. Ese estudio se editó como libro en 1971 con el título de García Márquez: Historia de un deicidio.
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Luego vino el puñetazo, que puso fin a la amistad de los dos autores. Las razones de la enemistad son un secreto que tanto García Márquez como Vargas Llosa se llevaron a la tumba. Sin embargo, no faltan especulaciones al respecto e incluso libros, como la novela Los genios, escrita por Jaime Bayly, publicada en 2023, que zigzaguea entre invención y realidad. Un libro para conocer sobre este y muchos otros episodios de la vida de los dos célebres escritores es De Gabo a Mario, de 2009, una investigación realizada por los españoles Ángel Esteban y Ana Gallego.
Escribir es una manera de vivir
Nacido en Arequipa, Perú, en 1936, Vargas Llosa conoció a su padre a los 11 años, lo que significó un trauma, pues le habían hecho creer que estaba muerto. Esa aparición representó también la pérdida de la libertad con la que hasta entonces había crecido en medio de su familia materna. Su padre lo inscribió en un colegio militar con la esperanza de quitarle la afición hacia los libros, lo que tuvo el efecto contrario. La lectura y la imitación escritural de los libros que leía fueron la base de una vocación que no hizo sino cimentarse con el tiempo.
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Aprender a leer fue lo más importante que le sucedió en la vida, confesó el escritor infinidad de veces, y lo ratificó en 2010, en Estocolmo, durante el discurso con el cual recibió el Premio Nobel de Literatura por el conjunto de su obra. En ese podio, recordó, asimismo, a sus maestros literarios, a sus ancestros y agradeció a su esposa, Patricia, “la prima de naricita respingada”, quien fue pilar en su carrera. Poco tiempo después se divorciaría de ella, para comenzar un romance con la socialité Isabel Presley, de la que se separó luego de ocho años. Volvió a reunirse con su familia, de la que se había distanciado. Y murió en Lima el pasado 13 de abril, arropado del afecto de sus tres hijos y de Patricia, su exesposa. “Ella es tan generosa que hasta cuando cree que me riñe me hace el mejor de los elogios: Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”, había contado el novelista, casi al borde del llanto, en la ceremonia del Nobel.
Para Flaubert, “escribir es una manera de vivir”, y también lo fue para Vargas Llosa. Legó al mundo personajes clave y libros que seguramente perdurarán en el tiempo, como La guerra del fin del mundo, Conversación en la catedral, El paraíso en la otra esquina, Pantaleón y las visitadoras, La fiesta del Chivo, La casa verde y muchos otros. Asimismo, definió una forma de entender el oficio. Desde sus inicios declaró que la literatura es fuego y que más que inspiración, es disciplina, trabajo y constancia.
Un libro importante para entender la trayectoria de Vargas Llosa es El vicio de escribir, de J. J. Armas Marcelo, publicado en 1991. Allí se puede seguir el camino recorrido por el autor peruano hasta convertirse en el personaje que llegó a ser. Para saber de su vida, pero de boca del propio Mario, está el libro de memorias El pez en el agua, de 1993. En tanto que para conocer su filosofía de trabajo está Cartas a un joven novelista, de 1997. En la obra dice frases de este talante: “El estilo es ingrediente esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de poder de persuasión”.
Su última novela publicada fue Le dedico mi silencio, en 2023. Hace pocas semanas se supo de él que recorría los lugares limeños donde transcurren algunas de sus ficciones. Y el domingo 13 de abril, el día de las elecciones en Ecuador, llegó la noticia de su muerte.
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Tras cerrar la llamada con mis amigos, busqué entre mis archivos las entrevistas y las fotografías que guardo de las dos ocasiones que tuve el privilegio de conversar con él. En los días subsiguientes, leí lo que se decía en los medios sobre Vargas Llosa: desde su funeral íntimo hasta las hondas despedidas. De la infinidad de recientes frases pronunciadas para homenajear al nobel peruano, resalto la del escritor Javier Cercas: “Un cruce entre Gustav Flaubert y Víctor Hugo. (…) Tardará en aparecer, si es que aparece, otro escritor de este calibre”. Ciertamente, Mario Vargas Llosa es un personaje de excepción. El último de los representantes de la generación del boom. Brillante. Contradictorio. Egocéntrico, a veces. Ser humano, al fin y al cabo. (O)