Durante los 12 años de pontificado de Jorge Mario Bergoglio, guía espiritual de algo más de 1.400 millones de católicos, no cabe duda que rompió esquemas que lo convierten en un papa diferente. De ahí que su muerte haya generado un luto general que trasciende las fronteras del catolicismo.
No solo fue el primer líder religioso proveniente del sur, de la Argentina, del último rincón del mundo, con el español como su lengua materna, sino también el primer jesuita que, consecuente con su voto de pobreza, siempre apostó a conducir una iglesia pobre para los pobres, es decir, a una institución viva, cercana a la gente y que se conduele ante el dolor. Tanto fue así que, hasta la elección del nombre de Francisco, no fue algo fortuito, sino que, más bien, tuvo desde el inicio una fuerza simbólica al marcar con esa inédita decisión, la voluntad de trabajar en función de los desamparados, así como abogar por la paz en el mundo, la defensa de la naturaleza, de los animales y del desarrollo sostenible. De ahí que este sucesor de Pedro, en particular, haya estado alejado de los lujos y ostentaciones, así como de los tediosos e interminables protocolos.
Tuvimos a un papa extraordinariamente humano y sensible, pluralista, siempre abierto al diálogo con otras religiones y firme en la promoción y defensa –con todas sus letras– de la justicia social. Fue un líder disruptivo, con una visión progresista, por eso mismo se lamenta la interrupción de una gestión claramente reformadora. Quizá las lágrimas derramadas por la monja francesa, sor Geneviève Jeanningros, ante el féretro del papa Francisco, resume el dolor, por cierto, nada impostado, ante la pérdida del amigo, del pastor que, con su palabra esperanzadora, proveía de ese bálsamo necesario para superar las pruebas y desafíos que plantea una sociedad individualista hasta la médula y obnubilada por la mercadolatría.
El legado que deja el papa Francisco resulta determinante en el propósito de llevar a la realidad la construcción de otro mundo, mucho más inclusivo, en el que las fuerzas de la oferta y demanda por sí solas no lo resuelven todo y en el que a más de la mano invisible de la que hablaba Adam Smith, es necesario la mano visible del Estado para asistir socialmente a la población, así como someter al mercado en función del bien común.
En este momento es bueno recordar el pedido del papa Francisco efectuado en Río de Janeiro: ‘¡Hagan lío!‘, tanto jóvenes como ancianos, haciendo escuchar su voz y exigiendo el cumplimiento de sus derechos, así como luchar contra la marginación. También la propia Iglesia católica debe dejar sus claustros y estar, más bien, junto a la gente, transmitiendo la buena nueva.
Basta de impostores e hipócritas capaces de acudir al Vaticano a realizar genuflexiones ante los restos mortales del sumo pontífice, cuando lo que realmente les importa es el cálculo e imagen política. Son esos mismos que alguna vez le dijeron comunista, representante del maligno o que consideran a los jóvenes y ancianos, no como los dos extremos de la vida e historia que decía el vicario de Cristo, sino como simples números útiles para ganar elecciones. (O)