Acabo de ver una serie en la cual un joven de 27 años vive con su padre viudo, caso raro en Suecia, mientras este lo insta a independizarse. Dicha ficción me ha puesto a pensar en las numerosas personas que conozco y que viven solas. En nuestras costumbres, los hijos solo salían de sus hogares cuando se casaban y aun hemos llegado al extremo de que cuando se divorciaban, regresaban al nido paterno; en el caso de los varones, hasta para ser atendidos, otra vez, por una madre que se había vuelto una anciana. De estas situaciones, habría mucho que analizar.

El corte umbilical con la casa hoy se va imponiendo en la medida en que los jóvenes saborean los modelos extranjeros de vida y son autosustentables. He aquí el mayor desafío: poder mantenerse en tiempos en que se estudia y se trabaja y se anhelan todas las libertades. He visto que padres que envían a estudiar al exterior a esos niños mimados que resguardaban de todo, los ven regresar dispuestos a afrontar los esfuerzos de atenderse a sí mismos. La búsqueda del empleo que lo permita puede generar sangre, sudor y lágrimas.

Pensándolo en frío, la vida independiente exige un montón de afanes. Parte de la suerte de encontrar un buen lugar –suite, departamento– que lo primero que debe ofrecer es seguridad, porque pasará sin habitarse incontables horas. Si el habitante trae buenos hábitos, querrá mantenerlo limpio y ordenado y para ello apelará a servicios domésticos ocasionales o tendrá que adquirir habilidades domésticas. Las provisiones de boca y demás necesidades lo obligarán a frecuentar mercados y tiendas. El cuidado de la ropa lo llevará a lavanderías, a costureros y para estrenar vestuario, a grandes almacenes.

Sé que esta vocación está surgiendo más en mujeres que en hombres, a pesar de que no es lo mismo quedarse solos que decidir estar solos. Viudas, divorciadas, hijas mayores están en el primer grupo; mujeres despegadas de dar explicaciones a los padres (“no es por vigilarte”, dicen, “sino porque nos preocupas”, es el repiqueteo del hogar), en el segundo. Todo esto sin considerar que tarde o temprano los progenitores enfermarán y exigirán cuidados y pondrán en jaque las obligaciones de esos hijos que se fueron.

Es triste aceptar que todas estas disponibilidades dependen del presupuesto. Las parejas de otras culturas se unen sin mucho miramiento “para ahorrar” y luego, las relaciones sin proyecto se terminan tan pronto como empezaron. Ningún hijo que viene al mundo como “accidente” puede fundar una familia sólida. ¿Acaso la convivencia que no reparte gastos y tareas, en la vida actual, no está amenazada por la desigualdad que en algún momento pesará? Dejo afuera a quienes tienen muy asumidos los roles del marido proveedor y de la esposa hogareña.

Eso sí, veo bastante contentas a las mujeres que luchan solas, al menos por una etapa de la vida, sea esta al empezar o al terminar. Los esfuerzos juveniles se sazonan con amores libres y diversiones varias; los de las jubiladas con la creatividad de continuar una línea de actividades generosas y de relaciones humanas enriquecedoras. No podemos quejarnos de que el mundo cambie y demuestre que no hay inamovibles formas de vivir. Se puede hacerlo sin compañía, y hasta con ciertos riesgos en esta ciudad feroz, pero con el valioso sabor de la serenidad. (O)