¡Qué buena propaganda ha tenido la ley del talión que ha sobrevivido sobre el llamado al perdón que predicó Jesucristo! Difícilmente se encuentra un espíritu auténticamente cristiano que, si no perdone, al menos olvide a quien le hizo daño, deliberada o inconscientemente. Todo el tiempo estoy encontrando en la literatura que leo y en las imágenes que consumo un culto a la venganza que parece sostener la acción de personas que trasladan el imperativo del desquite a su descendencia.

Hay pueblos y sus correspondientes culturas que lucen fijados a la idea de vengar agravios. El código de Hamurabí del siglo XVIII a. C. ya mencionaba, precisamente con la metáfora del ojo, el derecho de un hombre a atacar al hijo de su oponente. El “ojo por ojo y diente por diente” aparece en Éxodo, Levítico y Deuteronomios de tal manera que se crea esa justicia retributiva de mal por mal, base de la sentencia de una pena luego del cometimiento de una culpa. Recuerdo al teólogo que me enseñó que caridad era más grande que justicia, cuando el delito se perdonaba y ese gesto era la expresión más sublime de humanidad y amor. Un gesto educador de vínculos profundos.

Sin embargo, la sociedad no puede regirse por la caridad –ideal inalcanzable del buen Jesús–. Proyectó la justicia como meta de las equilibradas relaciones entre personas y levantó un laborioso edificio de instituciones y leyes para conseguirlo. Tal vez olvidó que la primera piedra de esas construcciones reposa en la conciencia del hombre y desde allí se irradia un fluido envenenado cuando no hay valores que peguen la argamasa del rascacielos.

Si una chispa enciende la flama del odio, empieza la carrera hacia la destrucción: bien lo muestra La Ilíada, cuando Aquiles regresa a la batalla (que abandonó por la ofensa recibida de parte de Agamenón) ante la muerte de su amado Patroclo: y ese furor solo se aplacó con el despiadado ataque al troyano Héctor. ¿Qué es El conde de Montecristo sino la larga y meticulosa historia de una venganza? Tanto asustó la ficción de Dumas que la Iglesia católica puso esa novela en el índex. José de la Cuadra nos dejó un cuento titulado como esta columna, en el cual un marido alcoholizado provoca un aborto a su mujer y luego busca a quien echarle la culpa para vengarse.

Una heroína contemporánea, la genial e implacable Lisbeth Salander de la trilogía Millennium, del fallecido Stieg Larsson, que sabe tanto de tecnología que puede vaciar un banco, ha sido abusada sexualmente por su tutor y ella se lo cobra minuciosamente hasta tatuar con sangre las nalgas de su victimario. Hay tanto dolor y abuso regados por el mundo que los ciudadanos convenimos con la idea. O acaso es tan hábil el escritor de estas y muchas obras más que los lectores quedamos convencidos de que esa justicia ejecutada por mano propia era indispensable.

Una de las habilidades políticas de siempre en el Ecuador ha sido encubrir de justicia las venganzas. Síganse los razonamientos de muchos asambleístas enjuiciadores de reciente data. Estúdiense sus expresiones faciales y corporales: rezuman pasiones bajas, resentimientos de desconocida procedencia. ¿Han elegido ahora como blanco de ese incendio contagioso, pese a que viene de lejos, a la fiscal Diana Salazar? Felizmente todavía se puede ahogar esa malhadada iniciativa. (O)