En esta mañana temprana, cuando el sol aún duerme su sueño tranquilo y la quietud parece abrazar al universo, la musa me despierta en un susurro sutil, y en mi interior brota el deseo impetuoso de escribir. No de cualquier manera, sino con palabras impregnadas de emoción, de gratitud hacia la vida por el sendero que he recorrido, un camino tejido de aprendizajes, de angustias profundas y de alegrías efímeras, pero igualmente valiosas.
Hoy, al contemplar los pliegues del pasado, se abren ante mí los recuerdos de un viaje que ha sido tanto un desafío como un regalo. Y de esos recuerdos, los buenos prevalecen, pues los malos no son sino maestros que me dejaron lecciones indiscutibles, aquellas que me han permitido seguir avanzando. Mis padres, pilares de mi existencia, el origen de mi ser, el amor que lo abarca todo; mis abuelos, una fuente inagotable de conocimiento, de sabiduría transmitida sin prisa pero con firmeza. En ellos, el refugio amoroso de la familia, el primer hogar de mi alma, donde la vida me dio acogida en sus brazos generosos.
La niñez, un paraíso donde la mente no conoce la oscuridad, donde la mirada se pierde en la maravilla del mundo, ajena aún a los vaivenes del dolor. En ese tiempo, la vida se presenta en su forma más pura, sin más complejidad que la emoción sincera y la curiosidad inquebrantable por descubrir.
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Luego, la adolescencia, fugaz y vertiginosa, se desliza como un río impetuoso, llevando consigo la sensación de ser inmortal. Decisiones, algunas erradas, otras acertadas, pero todas irrevocables, nos marcan para siempre, como las huellas que el agua deja sobre las piedras. Y en su transcurso, lo único que queda es el eco de esas elecciones, un eco que resuena a lo largo de los años, recordándonos que todo paso dado, por pequeño o grande que sea, transforma nuestra esencia.
Es hora de pensar en un endeudamiento responsable
Llega la madurez, ese tiempo en el que depositamos nuestras esperanzas y sueños en las generaciones venideras, cuando tomamos las riendas de la vida como el capitán de un barco que navega en aguas inciertas. La responsabilidad se convierte en el timón, y los retos son las tormentas a las que debemos enfrentarnos para no naufragar. Pero no es solo un desafío personal, sino también la misión de sembrar principios y valores en los que serán nuestros hijos, esos frutos de nuestra carne y de nuestro espíritu. La familia, los hijos, los nietos, son los tesoros más preciosos que mi corazón guarda, los que laten con fuerza, los que hacen que el ser se perpetúe más allá de nuestra existencia.
Y como bien dice Serrat, “de vez en cuando la vida nos gasta una broma, y nos despertamos sin saber qué pasa”. Así, sin previo aviso, llega el ocaso, la inevitabilidad de lo que llamamos muerte. No la temí jamás; la desafié, como quien mira al horizonte y no teme lo desconocido. Es en ese umbral donde la vida y la muerte se encuentran, en ese espacio en el que los dilemas existenciales convergen, y las supersticiones se tornan leyendas. Ningún ser ha vuelto para contarnos qué se esconde al otro lado, pero, al menos, yo sé que allí comienza el sueño eterno, el descanso definitivo, el reposo del guerrero que ha vivido su lucha con dignidad. Sin embargo, mientras la vida aún late en mis venas, sigamos. Sigamos viviendo con plena conciencia de que cada momento es único e irrepetible. Vivir sin complicarnos con problemas sin solución, sin caer en las trampas del egoísmo, ni dejar que las obsesiones materiales cieguen nuestro camino. Vivir con un sentido humanista, abrazando a nuestro prójimo con amor genuino, sin esperar más que el simple acto de compartir la belleza del existir.
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Esta vida, que nos fue otorgada como un bien precioso, tiene un propósito más grande que el ego individual. Tiene el propósito de ser vivida con amor y legado, de dejar una huella, una marca en el mundo que trascienda nuestra propia muerte. Pero, al mismo tiempo, debemos estar preparados para abandonarla, sabiendo que todo lo que es hermoso también es efímero, y que el planeta seguirá girando sin nosotros, como siempre lo hizo antes de nuestra llegada. (O)
Jorge Palacios Alvear, periodista, Cuenca